10 de abril de 2014

Alumna premiada en un concurso literario.

Nuestra alumna Pilar Ruíz, del grupo de Grado Superior, ha sido premiada en el XXIII concurso literario del Centro de Educación Permanente Juan XXIII.

Desde aquí la felicitamos y la animamos a continuar escribiendo.

A continuación podéis leer el relato premiado:



Relato. "El poder de la libertad" 

                                                             ALAS


        Si algún día tuviera el valor necesario para salir al mundo, desplegaría sus alas y dejaría que el viento le meciese y le llevase hacia esos lugares que tan sólo había visitado en sueños, o a través de las páginas de los innumerables libros que llenaban las estanterías de su pequeño mundo: su habitación. Ese habitáculo que le pertenecía y que, a la vez, le encerraba entre los barrotes de su cerebro.

A sus 25 años, vivía con sus padres en el mismo barrio donde habían transcurrido todos los días de su existencia. Ese por el que no había vuelto a pasear desde hacía ya seis años.

Ese último paseo fue el peor día de los que recordaba. Ya hacía tiempo que venía sufriendo episodios de pánico repentino que le dejaban paralizado allá donde estuviese. Le había ocurrido en la facultad, a los pocos días de comenzar las clases, en un centro comercial, en la calle. De repente, se quedaba paralizado con unos deseos irrefrenables de desaparecer, de estar solo en su habitación; pero sus piernas se negaban a responder y no le permitían volver a casa. Nadie se había percatado de eso ya que siempre había sido un chico solitario y en esas ocasiones, como de costumbre, se encontraba solo.

Ese día fue distinto. Su familia había decidido salir a comer a un restaurante cercano a su casa con motivo de la visita de unos primos que habían venido de Dusseldorf y a los que hacía varios años que no veían. Salió a dar un paseo junto con sus padres, su hermana mayor, el novio de ésta y sus primos (un chico de 20 y una chica de 18). A él estas reuniones familiares nunca le habían gustado. No se llevaba bien con la gente, nunca sabía de qué hablar y se limitaba a responder las preguntas que solían hacerle los demás en un vano intento por integrarlo en la conversación.

Al llegar encontraron que el restaurante estaba abarrotado, algo que solía ocurrir siempre, ya que era el sitio de moda del momento. Dedicado a la nouvelle cousine, esa cursilada inventada por cuatro cocineros snob que pretenden cobrar sumas astronómicas por platos de toda la vida disfrazándolos con extrañas formas, colores y nombres ininteligibles. Ni que decir tiene que él odiaba ese bullicioso restaurante, pero su madre no perdía ocasión de llevar a todo el que viniera a visitarles porque, según decía: -“Así no me paso toda la mañana cocinando y además puedo presumir de lo moderno que se ha puesto el barrio”

Tuvieron que esperar 45 minutos hasta que se quedó libre una mesa, minutos que le parecieron una eternidad y que le produjeron un estado de nervios tal que, para cando los acomodaron en la mesa, ya no pudo mantenerlos bajo control. En el momento de sentarse en la silla, algo en su cabeza hizo ¡clic! y ya todo dentro de sí dejo de ser real. Empezó a temblar, el sudor le corría por la frente como lluvia, los ojos, abiertos e inyectados en sangre, tenían un movimiento extraño, como si estuvieran mirando a mil sitios a la vez. Pero lo peor y más sobrecogedor fue el sonido que emitía su garganta y que provocó la atención de todos los que le rodeaban.

Primero fue su familia quien se percató de lo que estaba sucediéndole. Poco a poco, todo el restaurante se hallaba sobrecogido observando la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Nadie sabía qué hacer con él, su familia le hablaba, pero no reaccionaba, no estaba allí, se encontraba en algún lugar lejano e inescrutable. Su madre intentó calmarle a base de caricias en la cara y pequeños toquecitos en la espalda, como solía hacer cuando era un niño, aunque ese contacto físico, al contrario de lo que se esperaba, no hizo más que empeorar la situación. Hizo que se levantara de un salto, derribara las sillas más cercanas y corriera a refugiarse en un rincón bajo la mesa de servicio, donde se apilaban todos los enseres del restaurante, ante la mirada atónita y de cierto pánico de los que en ese momento abarrotaban el restaurante. Al ver los lloros de su madre y la impotencia del resto de sus familiares, su padre decidió llamar a emergencias, que acudió al local tras una larga y tensa espera y consiguieron inyectarle un tranquilizante para poder llevárselo de allí.

Después de muchas sesiones con la psiquiatra del hospital donde permaneció ingresado por dos meses, le fue diagnosticada agorafobia, trastorno que, según explicaron a sus padres, no sólo se trataba de aversión a los espacios abiertos, como todo el mundo creía, sino también aversión a estar entre una multitud y en lugares públicos. Su familia recibió este diagnóstico como un mazazo, pero para él, por el contrario, resultó liberador. Por fin pudo poner nombre a lo que había venido sufriendo desde hacía tanto tiempo. Algo que le sumía en la más absoluta soledad y le llenaba de tristeza y de miedo.

A partir de entonces su vida cambió. Ya no tenía que verse obligado a salir a la calle. Su mundo se llenó de esperanza y alegría al poder permanecer donde siempre se había sentido libre, entre las cuatro paredes de su habitación. Su cerebro se desentumeció y le permitió desarrollar todo lo que durante tanto tiempo le había negado al sentirse constreñido por la presión que se auto inflingía ante sus miedos desconocidos. Pudo seguir sus estudios de forma online. Lo que para los demás resultaba frustrante y limitador, para él suponía lo más cercano a lo que nunca estuvo de la felicidad. Su ventana al mundo era la pantalla del ordenador, que permanecía encendida día y noche. Ahí era donde se sentía verdaderamente libre, libre para ser él mismo, para relacionarse con sus iguales, para experimentar las sensaciones y emociones que antes no había podido.

Tenía multitud de amigos y pertenecía a distintos grupos de chat de todas partes del mundo. También escribía en su blog, una especie de cuaderno de bitácoras, contándole a quien quisiese leer, todo lo que le pasaba por la cabeza o lo que sentía, algo que, al cabo de un tiempo se convirtió en un pequeño tratado sobre su enfermedad, su fobia. Recibía mensajes de distintas personas de todo el mundo que sufrían la misma patología que él y se apoyaban los unos a los otros.

Así fue como conoció a Raquel, una chica de 21 años que vivía a unos 100 kilómetros de su ciudad y con la que conectó desde el primer momento. Compartían, además de su trastorno, muchas aficiones, les gustaba el mismo tipo de literatura, los mismos autores, de los que devoraban sus últimas publicaciones en una suerte de carrera para ver cuál de los dos terminaba antes y lograba extraer la esencia misma de la novela en cuestión. Pasaban largas horas conversando a través de la pantalla, hablando de sus cortas vidas y de todo tipo de temas que se les fueran ocurriendo. Se comprendían tan bien que sólo necesitaban mirarse a través de la cámara para estallar juntos en estridentes carcajadas, o mantenerse en silencio ante la muda petición leída en los ojos del otro.

Se encontraban a gusto en ese mundo que habían creado pero, después de meses de mantener esta relación de amistad, comenzaron a sentir que necesitaban otro tipo de contacto. Sin darse cuenta, la camaradería del principio, dio paso a una gran amistad que, con el paso del tiempo, se había convertido, sin ellos saberlo, en una necesidad de otra clase de relación. Ninguno de los dos había tenido anteriormente relación amorosa alguna, por lo que no supieron reconocer lo que les estaba ocurriendo hasta verse reflejados en uno de los últimos libros que habían leído.

Entonces se estableció un silencio incómodo entre ellos, ya que no sabían como lidiar con esos sentimientos. De repente no sabían qué decirse ni de qué hablar. Se quedaban el uno frente al otro, mirándose a los ojos sin atreverse a articular palabra. Algo había cambiado. Él fue el primero en identificar lo que le ocurría: necesitaba la cercanía de ella, necesitaba conocer su olor igual que conocía ya sus pensamientos, necesitaba el roce de su piel, oler su pelo, sentir sus manos, besar su boca y perderse en el abismo de sus brazos. Esa necesidad lo asfixiaba y no le dejaba conciliar el sueño. Por primera vez desde que se encerrara en su habitación, sintió como una losa la falta de libertad para ir al encuentro de Raquel.

Por primera vez se sintió preso en su pequeño mundo fabricado de estanterías y pósteres. Sintió que su cerebro le mantenía en una situación que ya no le parecía ideal. Le pidió a ella que le disculpara por un tiempo, que necesitaba aclarar las ideas, que estaría ausente de su vida sine die. Ella recibió la petición con una tristeza infinita pues ya no imaginaba su vida sin las interminables horas que pasaban juntos, pero respetó su decisión.

Un día, a mediados de abril, y después de innumerables sesiones de hipnosis, regresiones y terapias con un conocido psiquiatra, con un altísimo índice de curación en toda clase de fobias, se vio a sí mismo cruzando el umbral de su puerta, saliendo al rellano, bajando a la calle, cogiendo un tren con un destino claro y esperanzador. Se vio ante la puerta de la casa de ella y llamando al timbre con un leve temblor de emoción en los labios. Cuando se abrió la puerta y contempló el rostro por el que tanto había luchado durante todo este tiempo y por el que había logrado cercenar los barrotes que le mantenían preso, sintió por primera vez lo que en realidad significaba ser LIBRE.


Pilar Ruíz Herrador