“Siempre que trato con hombres del campo pienso en lo mucho que ellos saben y nosotros ignoramos, y en lo poco que a ellos importa conocer cuanto nosotros sabemos”.
Antonio Machado
Llegó una tarde, hace ya unos años, al Centro de Educación Permanente. Una antigua alumna muy querida le había recomendado que viniera. Sus ojos claros, su fácil sonrisa, denotaban, no obstante, una pena reciente. Me estrechó la mano y pasó a exponerme el motivo de su visita, más bien los motivos: “Quiero aprender a firmar. Eso de tener que poner el dedo cuando voy al banco no me gusta. También,… que mi mujer murió hace poco y me dijeron que viniera aquí”. “Eso de quedarse uno solo, eso no debía de ser”.
El día siguiente se incorporó al colegio de adultos. El de niño, ni siquiera lo pisó. De 4 a 6 de la tarde; puntual, más que puntual: a las 4 menos cuarto cada día Andrés esperaba la hora de la clase; trabajador, gran trabajador, con verdaderos deseos de aprender; sobre todo de conseguir estampar su firma. El ambiente de la clase era positivo: distendido y gratificante, se dialogaba y se opinaba de distintos temas. Cada uno tenía cosas que aportar: ya fueran opiniones, ya fueran vivencias, o bien hacer una pregunta o dar una respuesta a alguna compañera o compañero.
A primero del mes siguiente, vino Andrés muy contento. Ya no tuvo que firmar con el dedo. Dijo: “Eso, no. ¡Un bolígrafo! Que ya sé firmar como Dios manda”. Fue poco a poco aprendiendo: las vocales, algunas letras más (de la que salían muchas palabras), los números, la tabla de multiplicar, cuentas,… Mejoró su autoestima y, aunque deseara mucho saber, fue valorando, al mismo tiempo, las cosas que había aprendido a lo largo de toda su vida (muchas de ellas a base de esfuerzos y errores). Fue poniendo en valor su propia cultura, la que recibió de sus padres, de su entorno: la cultura popular.
Y, precisamente, de esas cosas que Andrés sabía tan bien quería yo ahora hablar. Porque si Andrés aprendió algo en el Centro de adultos, si se llevó algo de él… De lo que sí estoy seguro es de lo mucho que nos dejó y de tantas cosas que aprendimos de él: su coherencia, refranes, cálculo mental, sensibilidad.
REFRANES
De todos los refranes que sabía, que eran muchos, hay dos que me llamaron especialmente la atención y que en realidad nunca había oído antes:
A. “Sácame de hora y no me saques de paso”
B. “A manta a manta, no parece la viña tanta”
1. Uno podríamos decir que es como una metodología: fraccionar un trabajo, secuenciar unos objetivos, temporalizar unas tareas. No agobiarse por querer abarcar el todo y centrarse (concentrarse) exclusivamente en una parte.
2. El otro es como una filosofía. Se podría aplicar perfectamente a nuestro tiempo actual de prisas, de excesos (de velocidad, entre ellos), de impuntualidad, de falta de respeto hacia la otra persona, o –incluso- la pereza.
Relaciona las letras con los números correspondientes.
Bueno,… sobre refranes, Andrés sabía un montón. Propio de la sabiduría popular, muy relacionada con la cultura campesina: meses del año, climatología, sobre la abundancia, escasez, las relaciones familiares, sociales, …
LAS MATEMÁTICAS
El cálculo mental era uno de sus fuertes. La necesidad le llevó a la práctica y el mucho practicar le hizo ser sobresaliente en esta disciplina. Andrés, gran alumno de la universidad de la vida.
Las matemáticas no son una ciencia exacta. Es, más bien, una ciencia de la aproximación. De ahí cómo se ha ido ampliando el conjunto de los números: De los naturales a los enteros, de éstos a los fraccionarios,… reales, irreales. Así que, diré, el hacer una estimación, un aforo de una cantidad (de una cosecha, por ejemplo) es un cálculo matemático que requiere unos saberes numéricos: unas destrezas y una inteligencia matemática.
Un día en clase trabajamos el cálculo mental. Empezamos por duplicar sucesivamente los números dados:
1, 2, 4, 8, 16, 32, 64, 128, 256, 512, 1024, …
5, 10, 20, 40, 80, 160, 320, 640, 1280, …
Así, varios casos más.
Calcular tantos por ciento: 10%, 50%, 25%, 75%, 15% (el 10% más el 5%) de una cantidad dada.
Iba todo bien y …. A esto, terció Andrés: ¿Cuántas pesetas son mil reales? -Son 250 pesetas.
Y a continuación: ¿Y cien duros?, ¿cuántas pesetas son? –Son 500 pesetas.
Y seguía: ¿Y 500 pesetas? ¿Cuántos reales son? – Pues, son 2000 reales.
Y así durante varios minutos. En este grupo, varias alumnas tenían un cierto nivel: dominando las cuatro operaciones básicas, resolviendo problemas, números enteros, decimales, porcentajes, regla de tres, etc. La dificultad para Andrés residía en la escritura (si hablamos de matemáticas: el anotar las operaciones, escribir la tabla de multiplicar,…) Sin embargo, en el cálculo mental, se movía como pez en el agua: más rápido y seguro que todos. Nos superaba a todos, pero ampliamente. Se trataba de la proporción entre 1, 4, 5 y 20.
1:4 pesetas, reales
1:5 duros, pesetas
1:20 duros, reales
Resultaba un ejercicio interesante para el grupo: como ejercicio mental y como práctica de cálculo. Pero, sobre todo, para Andrés era una auténtica inyección de ánimo y a la felicitación que le transmitíamos nos respondía con su sonrisa alegre y sincera, emocionada.
SENSIBILIDAD
Un día sacando del bolsillo una cartera, la abrió y me enseñó una foto. Una foto con historia. La fotografía en cuestión estaba un poco gastada y había perdido bastante su color natural por el paso del tiempo. En ella aparecía Andrés, con 35 ó 40 años menos, junto a un burro que portaba una jangarilla. En tiempo fue su medio de trabajo, ya que le servía para llevar la mercancía por los pueblos vecinos. Era vendedor ambulante. Vendía verduras y también, en otra época, cisco (cisco picón para la copa o brasero). –No me la vayas a perder, me dijo. A los pocos días se la devolví.
Con las personas, siempre tenía un trato educado, correcto, afectuoso, con buen sentido del humor. Al saludar, apretaba la mano con fuerza y sonreía. Gradualmente iba apretando y sonriendo a la vez con más intensidad
Cuando se refería a su burrillo, hablaba de él con cariño, con el que había vivido tantas horas, habían sufrido tantas penalidades juntos, le habría confesado tantas inquietudes y, seguramente, le habría revelado no pocos secretos. Pero, ¡qué bien lo cuidaba!, nunca le pegaba, y seguro que él le conocía también por su voz: aquel pregón breve pero intenso. Pero el trato hacia él no era cursi ni ñoño, sino sincero y auténtico. Como él. Tenía una gran sensibilidad.
Le gustaba decir una frase: “A misa no voy porque estoy malo, pero a la taberna, aunque sea arrastrando”. Ése era el caso con nosotros: nunca faltaba, siempre puntual.
Para terminar, diría que estamos (todos,as los,as del colegio de adultos) muy alegres por haber conocido a Andrés Romero Ruiz, u otras personas como Andrés. Ha sido todo un honor trabajar con él y muy agradecido por lo mucho que nos enseñó.
José Saramago, en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 1998 empezó diciendo:
“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”.
Manolo Mora
SEPER de Bormujos
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