“Los refranes en un cachito de mi vida
juvenil”
Refiriéndome
a mis años de niño entre 4 y 10 años, edad en la que todo quedaba grabado a
fuego, ya que las únicas voces que se oían eran las de mis padres y hermano
mayor.
Corrían
los años 1945 y siguientes, vivíamos permanentemente en un cortijo de la
campiña cordobesa, entre Obejo y Pozoblanco a unos 40 kms. de éste.
Guardo
unos recuerdos maravillosos de mi vida en aquel entorno, que muchas veces he
considerado como los mejores de mi vida y ando muy cercano a los 80.
Me veo
en diferentes ocasiones y cómo, bien mi padre o mi madre, me corregía con un
refrán refiriéndose a la acción que estuviese llevando a término.
Recuerdo
venir de la leñera con una brazada de ramas para encender el fuego mañanero y
mi madre me decía: “Emilio, El que mucho abarca, poco aprieta”, anda, vuelve y
recoge las ramas que se te han ido cayendo por el camino.
Yo me
entretenía con cualquier cosa que me gustase a mi alrededor, fuese flor o
mariposa, por ello cuando mi madre me mandaba en busca de algo al huerto y
tardaba algo más de la cuenta, mi madre me decía: “Más vale tarde, que nunca”
Ya
está el desayuno en la mesa y veía con decepción como solo hay unas Sopaipas
(Tortas finitas de harina viuda) y preguntando, mi madre me decía: “Al no haber
pan, buenas son tortas” y que: “A buen hambre, no hay pan duro”. No había más
discusión, ya que eso solía ocurrir cuando el pan que se hacía cada 15 días,
por alguna causa, se había acabado. El cortijo tenía en un lateral, un horno de
leña, donde quincenalmente se horneaba el pan y otras viandas como perrunas,
tortas de aceite y almendras, pimientos asados para guardar en tarros para todo
el año, etc. etc.
En el
cortijo teníamos casi todo lo que permitía una supervivencia de lo más
peculiar: Cerdos, ovejas, cabras, burro, caballos, mulos, perros, gatos,
gallinas, conejos y quizás algo más que no recuerdo. Por supuesto, tenía
cobertizos adecuados que entre todos manteníamos en orden y limpieza. Allí no
había edad para empezar a ayudar en las faenas: “Se anda, se puede, se hace”.
Jamás vi un remoloneo ni similar, allí, se trabajaba para VIVIR y era el niño
más feliz que hallarse pueda.
Recuerdo
una vez que unos cuantos zorros nos visitaron, y que al oír los perros ladrar,
salió mi padre como un cohete escopeta en mano, a ver lo que pasaba y al primer
disparo, salieron con el rabo entre las patas y sin las presas que necesitaban
para su sustento y mi padre, aún acalorado, dijo: “Han venido a por lana, y se
han ido trasquilados”. Parece que lo estoy viendo, tieso, jadeando aún. Se
defendía con uñas y dientes el pequeño patrimonio que nos permitía vivir tan
alejados de la ciudad.
No
está en mis recuerdos haber pasado frío, y eso que en aquellos predios, el frío
aprieta con ganas. Pero como estaba a la vista lo que teníamos, quizás
tendríamos asumido que: “Para que íbamos a tener frío si no teníamos ropa”.
Recuerdo que la ropa y el calzado iba de los mayores a los menores. Mi padre
tenía una pelliza y cuando él se compró otra, aquella pasó a mi hermano y después
pasó a mí, de tal forma que yo estaba eufórico con mi pelliza que me llegaba a
los pies y que tenía múltiples cosidos y algún remiendo, pero, abrigaba de narices.
A eso, hoy, yo le llamo “felicidad en estado puro”. “Ande yo caliente, ríase la
gente” que me decía mi madre.
Con el
calzado pasaba igual, yo era el más pequeño y “heredaba” de forma natural sin
remilgos, de forma sencilla y deseoso de ello.
Allí,
jamás se mataba un animal si no era para el sustento diario y mi padre nos
repetía una y otra vez, que: “Agua que no has de beber, déjala correr”. Con
ello se guardaba el equilibrio natural. Ahora sí que lo veo. No había nevera,
ni electricidad, ni conservantes, ni aditivos. Íbamos al día, lo único que se
conservaban eran los chorizos, morcillas, jamones y salazones de añejo que
colgaban en la cámara, más el lomo en manteca, aceitunas, tomates y pimientos
que se preparaban en orzas de loza y frascos de vidrio. ¡Pedazo de arte que
tenían mis padres!
Igual
que hacíamos con el frío, hacíamos con las enfermedades, si no había médico,
para qué nos íbamos a poner enfermos. No recuerdo ir al médico hasta que nos
mudamos a Pozoblanco con la edad de 14 años y mira por donde, ahí sí nos
poníamos enfermos. Me cachi, que cosas más raras pasan.
Autor: Emilio Márquez Araujo.
2 comentarios:
¡Qué historia más bonita, Emilio! Me ha encantado leerla. ¡Escribes con tanta emoción y sensibilidad!
¡Precioso, Emilio! Qué bien escribes, eres todo un artista.
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